A Reflection on culture & Confinement

Esperando el final: (re)lectura del confinamiento a través de Zama de Antonio di Benedetto

Author:

Irène Praga Guerro

Postition:

PhD Candidate

University:

Université de Génève

El día 17 de marzo me monté en un avión con destino Madrid desde Ginebra, donde en algún tiempo pasado, que ahora se me presenta remoto, estudiaba presencialmente la maestría de Literatura Comparada. Horas antes se había decretado el estado de alarma y Madrid era por aquel entonces el epicentro de la pandemia del Covid-19 en España. Los aeropuertos y las estaciones de tren por las que transité hasta llegar a la casa de mis padres en Valladolid – ciudad al norte de la capital – se me antojaron el escenario de una novela apocalíptica: la realidad había superado a la ficción. Las calles desiertas, el silencio categórico con olor a desinfectante y las caras compungidas de mi familia bien hacían presagiar que los quince días de confinamiento anunciados eran solo el principio de un tiempo impreciso, inédito. Un tiempo frágil en el que como bien apunta la introducción a la presente convocatoria de la BCLA, “nos volvimos nuestros propios prisioneros” (“We have become our own prisoners.”).

Es así que de un día para otro la casa de mi infancia y adolescencia se volvió el mundo, y todo lo que constituía el supuesto “exterior” se transformó en un espacio irreal e inalcanzable, como si de un sueño que anidara en el terreno pantanoso de la memoria se tratara. Las paredes de mi casa, ese muro infranqueable, veían transcurrir los días repetitivos, monótonos, ajenos, que se parecían demasiado a un relato que yo ya había leído: Zama del argentino Antonio Di Benedetto. Publicada en el 56, Zama hubo de pasar mayoritariamente desapercibida entre crítica y público hasta que recientemente Lucrecia Martel tuvo la audacia de llevarla a las pantallas (Zama, 2017), y J.M. Coetzee le dedicara un artículo de diez páginas en The New York Review of Books. Pues no en vano, como bien apuntó el propio Di Benedetto en una ya mítica entrevista, Zama estaba escrita para las generaciones futuras. Quizás – y la duda se nos plantea irresoluble –, para los lectores que en el curso de una pandemia que hiciera detener y aprisionar el tiempo y el espacio buscaran respuestas a lo ilógico de su realidad. Hoy, en un 2020 maldito, los lectores de Zama somos esas “víctimas de la espera” a los que la novela está dedicada.

Con una prosa poética que no da respiro, Zama narra el cautiverio en primera persona de un funcionario de la Corona española en los confines del decadente, y por momentos extinto, imperio. La novela se desarrolla en una ciudad, de la que poco se dice, en la selva del interior de la Argentina, una región remota y plana olvidada por “Buenos Ayres”: el último escollo de la civilización. Corre el año 1790 y Don Diego de Zama, que encarna el poder en un territorio que desconoce la ley y el orden, espera el encuentro solitario con el barco que ha de traer noticias sobre Marta, su esposa y madre de sus hijos. El agua de un río es la primera imagen de la narración, un río que evoca el tiempo que fluye pese a todo, metáfora de las manillas del reloj que avanzan indiferentes a las circunstancias, incluso cuando nada sucede. La nada, el vacío que insufla la espera al barco, y la promesa de un traslado más “céntrico”, que no llega domina el tono de la narración. Como a la espera prolongada en el tiempo del funcionario, a mi 17 de marzo le sucedió el 18 y así sucesivamente, sin que ello significara o pudiera significar algo o nada: el confinamiento había borrado los dictámenes del calendario.  

En el río, esa “invitación al viaje” en palabras del narrador, hay también un mono muerto que se balancea, hacia delante y hacia atrás, sin acabar de emprender el movimiento: “Ahí estábamos, por irnos y no.” sentencia Zama. Es en esa indeterminación estática, entre el irse y no, “ahí”, donde el narrador se posiciona y desde donde teje el núcleo y las ramificaciones de su relato – como bien apostilla Coetzee, “Zama es el autor de sí mismo”. Pero Zama no crece ni avanza y tampoco lo hace la narración que paralizada, gira caprichosa y confinada en torno a los mismos temas, las mismas angustias, el miedo ubicuo que retiene a Zama en la ciudad de la selva alejado de su familia y de Buenos Ayres. Pese a que el tiempo pasa – los años 1790, 1794,1799 ordenan la narración – el tiempo no pasa por él, pues el narrador languidece esperando un futuro que no acaba de llegar, en la prisión física y mental del “ahí” (nótese la impronta del castellano en clara rivalidad con el “allá” del español argentino). El viaje le está vetado; la inmovilidad es su condena. Afortunadamente, a este lado del Atlántico el barco llegaba puntual a diario: los noticieros y periódicos inundaban nuestra (confinada) sed de noticias, aunque por una vez la información no era suficiente: nos habíamos vuelto nuestros propios prisioneros en nuestro particular “ahí”.

La realidad del confinamiento era la casa. El espacio donde todo sucedía se restringía a una serie de paredes que dividían las estancias donde el día y la noche, y lo que en ello acontece, habían de transcurrir. Cualquier contacto con el exterior era ilusorio: la pantalla del teléfono, la televisión, el ordenador, vehículos tecnológicos que proyectaban torrentes de imágenes que, pese a ser copias de la realidad, diferían terriblemente de la original. La condición de espectador ha de ser aquí leída como metáfora del deseo, el deseo por evadirse del presente exiguo, cautivo, confinado en pos de una realidad soñada, otra. En Zama, el deseo – largamente documentado por Jimena Néspolo en Ejercicios de pudor y al que repetidamente hace referencia Coetzee en su artículo- es una constante en el soliloquio del narrador: el recuerdo marchito de Marta, la esposa; Luciana, la española de sus sueños que repetidamente le rechaza; las esclavas mulatas que incendian sus instintos más primarios y dejan entrever la fragilidad de su condición humana. El presente del narrador es un presente que no le colma, busca refugio en lo que no posee, lo que quisiera poseer, lo que un día poseyó. Objetos, relaciones, mediaciones que aun en la cercanía física son separados por una distancia infranqueable que enloquece y conduce al narrador al territorio inhóspito de lo absurdo – “El horror. / El horror del absurdo que nos atrapa” escribe. Consumido por la ausencia y la limitación, Don Diego de Zama es prisionero de su entorno, un espacio restringido, limitado, transitado por los mismos personajes día y noche, que, como mi confinamiento, no ofrece escapatoria.

En las semanas que pasamos encerrados el tiempo transcurría, pero la sensación de estar viviendo en un limbo atemporal en el “que las horas de la mañana se entregaron al pasado sin mejorar las perspectivas del futuro”, como dice Don Diego de Zama de sus días monocordes, era definitiva. Ausente la referencialidad espaciotemporal cotidiana, la espera era entonces una espera hueca, inerte, hasta cierto punto aterradora, como lo son las esperas que carecen de horizonte. Don Diego de Zama es un personaje víctima de la espera, “un hombre frágil” como se define, que no ve el final de su desdicha y al que paradójicamente la sola idea de un final le produce terror: “Tenía miedo del final, porque, presumiblemente, no había final”, glosa en las páginas del 1799, última etapa de su espera. Si bien en España la llamada “desescalada” empezó oficialmente el día 4 de mayo, hoy en el calor de un agosto de rebrotes e incertidumbre resulta inevitable preguntarse, ¿puede acaso haber un final? ¿Qué es el final?

En el capítulo 49, el penúltimo, Don Diego de Zama escribe un mensaje que encierra en una botella que arroja al mismo río en el que empieza su espera de la primera página. El mensaje dice: “Marta, no he naufragado”. Marta, su esposa, es solo un recuerdo marchito, que nunca fue presente, sino deseo; el mensaje va dirigido a sí mismo, como prueba de su parálisis que le mantiene inerte, a flote, confinado en el borde del agua entre la vida y la muerte. La novela termina con Zama a la deriva, en un punto indeterminado del tiempo y del espacio. El confinamiento, al menos en mi experiencia, es un reflejo de Zama: una suerte de standby  forzado y forzoso en la que no hay horizonte. Un estado de espera.

Author:

Irène Praga Guerro

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